viernes, 10 de abril de 2009

¡MI NENA EMPEZÓ PRIMER GRADO! (por María)

Recuerdo como si fuera ayer el día que Guada empezó primer grado.
Estaba tan linda, con su pollerita escocesa y su chombita, las dos colitas, los zapatos brillantes y su mochila al hombro.
Ella estaba nerviosa, pero feliz.
En cambio yo... ¿Cómo explicarles? No se qué extraño sentimiento se apoderó de mí y ese gran día fue el comienzo de un estado de locura que hasta hoy me sigue persiguiendo.
Si me preguntan cual es el mayor conflicto que tengo como madre, les contesto con la mayor sinceridad, que es ser madre de una nena en primaria.
Pobre Guada, yo sé que no es su culpa, son cosas mías seguramente, pero me fueron imposibles no transmitírselas y todo se volvió un gran círculo vicioso que gracias a horas de terapia de a poquito se pudieron ir resolviendo.
Un día estábamos haciendo la tarea de matemáticas (materia que no odie en el colegio, pero que ahora me provoca una inmensa aprehensión) y Guada simplemente tenía que escribir los número del 1 al 20. “Una pavada”, pensé. “Esto sale como tiro”, me dije antes de que Guada comenzara a escribir. Y empezó, uno, dos, tres... Íbamos genial hasta que quedó petrificada ante el 14. ¡¡Sí!! ¡¡Quedó petrificada!!
-¡Dale! –Decime como se dice y yo te ayudo a escribirlo –le dije ya con una simulada calma.
Guadalupe me miraba con cara confusión y mi cara se iba desfigurando. ¡¡¿¿Desde cuándo se había olvidado cómo se pronunciaba el catorce??!! ¡¡Ni hablar del 15!!
Perecía que jamás en su vida había escuchado aquellos números.
¿Cómo podía ser? ¡Estaba en primer grado! ¡Ya sabía leer y escribir y no podía pronunciar esas dos palabras!
Y confesemos que uno en ese momento no se pone en madre comprensiva, intentando encontrarle una explicación psicológica del por qué la nena tiene un bloqueo y no le sale decir dos números tan sencillos que había pronunciado tantas veces antes en su vida.
Yo empecé a pensar que a Guada le fallaba algo, que estaba en cualquiera menos en donde debería estar y no se me ocurrió sentarme tranquila y hablar del por qué de su reacción. Yo quería gritarle ¡¡Nena!! ¿Qué te pasa? ¿Cómo m... no sabés que se dice catorce y quince? ¿Cómo puede ser que a esta altura no te acuerdes estos números?
Por suerte, no se lo grité, pero seguramente Guadalupe leyó en mi rostro mi desesperación, porque tardó un par de semanas en poder volver a acordarse del 14 y del 15.
Y para qué contarles de los problemas. ¡¡Cuántos problemas que nos causaron!! Jamás le pegaba a la cuenta que había que hacer. “Si Juancito tiene tres caramelos y le regala dos a un compañero, ¿cuántos caramelos le quedan?”.
La cara de Guada ante mis preguntas era como la mía cuando alguien me habla en chino. “¿Tengo que sumar?”, me decía al rato.
Reconozco que unas cuantas veces enloquecí. Hasta que un día, después de haberla hecho estudiar como cuatro horas seguidas, hasta que ella me pidió que paráramos porque veía nublado, me di cuenta que era yo la que estaba haciendo algo mal. Y terminé de confirmarlo cuando mi psicóloga en una sesión me dijo: “Yo no doy consejos, pero esta vez te digo que nunca más toques un cuaderno de tu hija”.
Aunque intenté no meterme, me fue imposible. Y fue así que cada vez que teníamos una tarea de matemática terminábamos las dos con cara de desquiciadas, yo con todos mis pelos parados y ella sin saber si 2 + 2 da 4.
Ya han pasado un par de años en donde me vengo cuestionando qué es lo que provocó esto.
Yo creo que todos los padres tenemos depositado demasiadas expectativas en nuestros hijos.
Todos queremos que ellos sean los mejores en todo. Y eso es imposible. Porque nadie puede ser el mejor en todo. Todos tenemos gustos, cosas que nos salen mejor y otras en las que somos terribles.
Yo creo que a mí me costó horrores reconocer que Guada no era perfecta, que podía no ser excelente en algo.
Guada es espectacular simplemente por ser Guada, mi hija, a la que amo con todo mi corazón. Pero por supuesto que no tiene por qué ser perfecta en todo. Tiene todo el derecho del mundo a tener más dificultades en unas cosas que en otras. Tiene derecho a equivocarse, porque está aprendiendo, porque uno aprende de sus errores.
Yo me di cuenta que yo me permito equivocarme, pero que me costó muchísimo permitírselo a ella y transmitirle que estaba muy bien equivocarse, que no era necesario que fuera diez en todo lo que hacía. Que lo más importante es intentar ser lo mejor que se pueda y no “ser el mejor”.
Igual les confieso que ahora, la tarea de matemáticas la hace con mi marido, por las dudas.

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